Esta Navidad nos ha encontrado a los argentinos sumidos en una creciente incertidumbre. La situación económica del país, naufragando en un océano de politiquería absurda y egoísta, nos lleva con un poco de desorientación hacia un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional del cual poco se sabe. Ese futuro incierto enturbia las expectativas de crecimiento y genera un malestar en la sociedad que no ayuda a encontrar una salida airosa.
Y como si eso fuera poco todavía estamos lidiando con una pandemia que ha puesto al descubierto las miserias individuales y colectivas. Las nuevas variantes recorren los países eligiendo a sus víctimas, generando restricciones y también reacciones en contra de los gobiernos que las imponen.
Son nuestros grandes problemas actuales. En un mundo hedonista, donde la felicidad se impone desde las redes sociales (con sus perfectas herramientas tecnológicas que nos ayudan a mostrar al otro cuán felices somos, aunque no sea más que una fachada tras lo cual se esconden vacíos interminables) cualquier problema será un gran problema.
Ya lo pensaron y nos lo dijeron los antiguos acerca del peligro de creer que esa mera felicidad lo es todo. No son más que momentos, muy pequeños, a los que obviamente tenemos el derecho y el deber de disfrutarlos, pero sabiendo que la vida también se compone de momentos buenos y malos. La mayoría de los momentos malos vendrán por sí solos. Los momentos buenos generalmente hay que buscarlos, porque la mayoría depende de una actitud mental positiva. Y hay que sostenerlos lo más que podamos, pero sin perder de vista y sin olvidar que la contraparte sigue vigente. Por eso, disfrutar y olvidar no es una buena fórmula, porque tarde o temprano los momentos malos regresarán como un boomerang a golpearnos donde más no duele. Y desde este punto de vista esos momentos malos son generados por nosotros mismos, que en nuestra forzada ignorancia se repiten incansablemente.
Aunque la Navidad es una fiesta religiosa del cristianismo, su origen hunde sus raíces en lo más profundo del paganismo. Es más, la fecha de nacimiento de Jesús fue decidida por el Papa Julio I, a mediados del siglo IV, en momentos en que nada se sabía acerca de ello. Luego de ordenar una investigación y obtener datos concretos decidió esa fecha que, no casualmente, coincide con las celebraciones paganas invernales, como las adoraciones nórdicas al dios Odín, las saturnalias romanas y hasta la misma celebración ¡el 25 de diciembre! del dios persa Mitra. Posteriormente, el emperador Justiniano, en el año 529, la va a declarar como una festividad del imperio.
Es por eso que el esfuerzo de la humanidad, ya sea con el nacimiento de Jesucristo o de las celebraciones del comienzo del invierno, ha sido siempre la de ritualizar un cambio, celebrar una buena temporada o simplemente disfrutar de un momento especial de gozo espiritual, justamente la contraparte de ese exacerbado hedonismo al que hoy se le rinde un culto ciego y egoísta. Porque ellos sabían con claridad que después vendrían momentos difíciles a los que era necesario enfrentar con renovada voluntad.
Los rituales sirven para no olvidar, para señalar el camino más adecuado y para dejar establecidos esos postes indicadores que nos ayudarán a transitar con el menor dolor posible y la mayor alegría esperable.
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La Navidad. Representación de la Navidad, el nacimiento de Cristo, en una obra del año 1500. HERITAGE PARTNERS / GTRES