Cuando Sebastián Gaboto llegó a estas tierras por primera vez traía consigo no solo la ambición de descubrir riquezas, sino también un bagaje cultural, una forma de ser, completamente distante y distinta de la de los pueblos que habitaban las orillas del río Paraná.
Uno de sus lugartenientes, Francisco César, comandó una de las tantas expediciones que se realizaban río arriba y tierra adentro, desde ese punto central que era el fuerte Sancti Spiritus, levantado en la confluencia del río Coronda y el río Carcarañá, y que fuera el primer establecimiento español en la América recién descubierta.
Cuando Francisco César regresó de esa expedición dicen que narró que había encontrado una fabulosa ciudad perdida, repleta de riquezas. Por supuesto allí nació la historia más prolongada de los descubrimientos y expediciones de todos los navegantes que llegaban a América. Así, se estableció el mito de la “ciudad de los Césares”, el cual durante siglos muchos creyeron y buscaron incansablemente.
Hoy, lejos de mitos y leyendas, la historia nos interpela duramente acerca de muchas cuestiones. No hay tales riquezas de oro y plata, pero sí se han encontrado otras riquezas que, al fin y al cabo, generan las mismas satisfacciones del afán desmedido. Otros barcos llegan a llevarse las riquezas de nuestra tierra, pero esta vez no con la resistencia de los pueblos originarios, que conocían de las ambiciones alocadas de esos extraños que llegaron en grandes naves que surcaban los ríos. Y que desconfiaban por sus actitudes, por sus luchas internas, por su maltrato hacia ellos.
Los que deberían resistirse (llámese hoy en día negociar bien) son los que permiten que esos “otros” se lleven todo sin control, sin dejar nada a los originarios de estas tierras. Si algún impuesto o beneficio existe queda en Buenos Aires, en ese “país unitario” que nos gobierna desde siempre, dándonos migajas de una riqueza que en parte se esfuma hacia el exterior y en parte se pierde en los vericuetos del Estado y de algunos bolsillos.
El total desconocimiento de lo que se trafica en los puertos de la región debería alarmarnos del mismo modo que la violencia narco en Rosario, porque la hidrovía también es parte de esos negocios que abruman por su misterio y su impunidad. Nadie sabe a ciencia cierta qué, cuánto y cómo se exporta, más allá de las máscaras que se construyen desde las instituciones ligadas a los puertos.
En estos días estamos por asistir a otro negocio que, de concretarse, echaría una gota más al vaso. Significaría otra afrenta a lo poco que queda del sistema, otra burla que desnuda la miserable y precaria situación del Estado frente a la viveza vernácula.
En la ribera del Paraná sanlorencino, en el límite con Fray Luis Beltrán, se erige un pequeño puerto que desde hace tiempo carece de los controles que debería tener por parte del Estado. Ahora, el Concejo Municipal de San Lorenzo está a punto de conceder por muchos años el uso de ese espacio que tiene un espejo de agua. Tan sólo deberá pagar en concepto de canon unos pocos dólares (similares a los que gasta la esposa de un conocido sindicalista nacional en el alquiler una propiedad).
La oposición ha solicitado a un reconocido constitucionalista rosarino que opine sobre el tema, ya que el mismo necesita ser conocido con pericia por todos, para saber si estamos frente a un negocio lícito o frente a una de las tantas avivadas a la que estamos acostumbrados y que, después, tienen la hipocresía de darlo a conocer como acciones inteligentes de negocios. Así cualquiera encuentra riquezas. Por los menos los viejos expedicionarios se arriesgaban a morir por las enfermedades o en combates con los pueblos originarios.
Puertos y aduanas privadas no tienen más resistencia que la actitud corrupta de quienes deberían defender los intereses de todos: desde las riquezas hasta el cuidado del medio ambiente.