Hay tanto para escribir acerca de los últimos acontecimientos del país y del mundo que daría para un libro. Sin embargo, algunos temas están atravesados por tanta odiosa pasión que resulta incómodo poder decir algo acerca de ello. Y no se trata de miedo a emitir una opinión porque pueda ofender a unos u otros, o porque este editor esté atravesado por una pusilánime actitud. En realidad, despojado hace tiempo de pasiones insensatas, uno ha dejado de lado inmiscuirse en guerras ajenas o en actitudes que terminan desbordando y generando conflictos innecesarios (si es que hay conflictos que sean necesarios).
Es evidente que uno de esos temas tiene que ver con el atentado a la vicepresidente Cristina Fernández que, más allá de todas las alternativas judiciales de la investigación, genera un cúmulo de opiniones y posicionamientos muchas veces inauditos y hasta increíblemente irracionales.
Lo que nos demuestra todo esto es que el malestar social, proveniente de la delicada situación económica y cultural en la que estamos sumergidos, sumado al ejercicio de odio que se ha extendido como una peste, conduce a hechos extremos como el sucedido con el atentado a la vicepresidente, lo que nos coloca en una frágil posición frente a la historia de la democracia.
La historia nos ha demostrado que cuando se desatan odios incontrolables, lo primero que ocurre es la aparición de locos que intentan lograr notoriedad haciendo realidad sus convicciones políticas. Si no hay buena voluntad para encontrar una solución, luego vendrán grupos más organizados que utilizarán la violencia para continuar ejerciendo su imperiosa necesidad de imponer su voluntad política.
Y más allá, con las condiciones propicias para el caldo de cultivo de la violencia generalizada, el caos terminará haciendo trizas todo aquello que costó construir. Y esa es una responsabilidad de toda la sociedad, que dejó que eso pasara, que fue porfiada en mantener a dirigentes que no aportaron nada, que echaron más leña al fuego, que insistieron con caminos que no llevaban a nada en el mejor de los casos.
Hablar de tal o cual persona y confundir hechos anecdóticos con hechos históricos es vegetar en un tiempo sin sentido, como habitar en el vacío en una espera indefinida. Porque más allá de los protagonistas, lo que interesa son las instituciones, que son las que confieren sentido a las sociedades.
Ante una triste realidad muchos deciden buscar culpables, otros optan por huir del país, algunos la miran como si estuvieran asistiendo a un partido de ping pong, en fin, es como si la historia se repitiera, pero en un ciclo descendente. Y los que ansían nuestros recursos brindan para que sigamos peleando, así pueden saquear con impunidad y encima aleccionarnos irónicamente de que no tenemos posibilidad de salir adelante si seguimos comportándonos de este modo.
La culpa es de todos nosotros que no logramos disciplinarnos en torno a un acuerdo para salvar lo poco que nos queda y recuperar la dignidad que perdimos hace mucho tiempo.